En una sociedad tan fuertemente mediatizada donde impera lo digital, la volatilidad de las imágenes es un fenómeno evidente. Recibimos y enviamos una gran cantidad de imágenes que pronto olvidaremos. Las desechamos antes de siquiera haberlas leído, propiciando que nuestra atención hacia ellas sea prácticamente nula. Absorbemos su estimulo visual y las arrojamos a la indiferencia. Se desvalorizan.
Imágenes precarias toma el concepto de la baja resolución como un síntoma de agotamiento en las imágenes y profundiza en la degradación gráfica que sufren al ser consumidas en exceso. Tras la continua difusión, los algoritmos de compresión y descompresión hieren la información de las imágenes, modificando su apariencia y abstrayéndolas. Se generan múltiples versiones. A cada cual más desgastada, menos reconocible.
Visitamos y repensamos el término de imagen pobre que Hito Steyerl plantea en Los condenados de la pantalla (2018). «La imagen pobre es una bastarda ilícita de quinta generación de una imagen original. No sólo está frecuentemente degradada hasta el punto de ser un borrón apresurado, es incluso dudoso que se la pueda llamar imagen.»
Las imágenes a baja resolución son espectros de sus nítidas antecesoras. Son cuerpos que resistieron los traumatismos del consumo. Son el residuo de un mundo acelerado.
A través de su materialización y presencia en el espacio, estas imágenes buscan ahora dar testimonio de las actitudes desenfrenadas de consumo para convertirse en el reflejo de una sociedad desgastada.
Imágenes precarias,
nosotros precarios.